Si la ruta hasta San Cristóbal de las Casas fue ardua, el traslado a Guatemala no le fue a la zaga.
Una vez devuelto el coche de alquiler, nuestros desplazamientos los haremos a partir de ahora mediante transporte público (al menos hasta Nueva Zelanda). Así, contratamos el viaje hasta el lago Atitlán en una agencia y, a las 7 de la mañana del 18 de marzo, nos subimos a un pequeño autobús que nos llevó directamente a nuestro destino, Panajachel.
De camino a Guatemala
Tras 4 horas de ruta, llegamos a la frontera con Guatemala y, tras una buena dosis de paciencia y perseverancia, conseguimos nuestros sellos de salida de México sin tener que abonar las tasas turísticas que nos reclamaba el oficial de aduanas, ya que estaban incluidas en el billete de avión que cogimos a Cancún.
Después, cambiamos de vehículo y nos subimos a una furgoneta cuyo conductor, en modo kamikaze, se empeñó en emular a Fitipaldi con adelantamientos imposibles. Después de algún que otro susto mayúsculo y 11 horas de ruta, llegamos a Panajachel con la noche ya cerrada y, tras coger un tuk tuk y cenar frugalmente, nos metimos en la cama y antes de tocar la almohada ya estábamos durmiendo.
El amanecer compensó todas las fatigas pasadas pues, delante de nuestra cama (literalmente) se extendía el Lago Atitlán y los 3 volcanes que lo rodean: San Pedro, Tolimán y Atitlán. La casita que habíamos alquilado era sencilla pero realmente idílica. Tanto que le he dedicado un apartado en mi sección de "Imprescindibles".
Lago Atitlán desde nuestra casita
Los días siguientes nos dedicamos a recorrer algunos de los pueblos que bordean el lago, entre otros, Panajachel, San Marcos, San Pedro, Santa Catalina. A muchos de ellos hay que desplazarse en lanchas motoras que surcan las aguas del lago a gran velocidad, con continuos saltos que nos dejaban el trasero dolorido. Aún así, esos paseos eran gratificantes gracias a las impresionantes vistas que se tienen desde cualquier rincón del lago.
Orillas del lago
Tengo que confesar que, salvo Santa Catalina, un municipio todavía no contaminado por el turismo desaforado (y de hecho bastante simpático), ninguno de los pueblos dejó huella en mi, pues no son más que poblados bastante caóticos y sin gracia, que en Galicia pondríamos como ejemplo del feismo. Aún así, los paisajes y la animación compensan con creces esa desventaja.
Mercado en San PedroDe hecho, una de las cosas que más nos llamó la atención fue la persistencia de costumbres e indumentarias locales, más arraigada que en otros lugares que hayamos visitado hasta ahora (salvo, quizás, San Cristóbal). Todas las mujeres llevan falda, huipil y faja tradicional, con bordados espectaculares y, muchas de ellas, llevan a sus hijos a la espalda envueltos en telas multicolores. En los hombres es más raro, pero algunos hombres mayores también seguían vistiendo pantalones bordados, guayaberas y sombrero vaquero.
En una de nuestras excursiones decidimos subir al volcan San Pedro (3.020 metros de altitud), que se yergue sobre el pueblo del mismo nombre. Como llegamos un poco tarde, ya no estaba permitido subir hasta la cumbre (aunque tampoco nos veíamos con fuerzas para hacerlo), por lo que nos contentamos con subir hasta el segundo mirador situado a 2.400 metros, lo que representa una subida de 900 metros desde la orilla del lago.
Junto con nuestro guía Bartolo, emprendimos la Ascensión en medio de cafetales y siguiendo un senderito que, a ratos con escalones y a ratos entre raíces de árboles, iba serpenteando por la ladera del volcán. Las vistas, huelga decirlo, eran sublimes, como lo atestigua la foto que podéis ver:
Vistas desde el volcan San Pedro
Cuando tuvimos que preparar las mochilas para marcharnos, tengo que confesar que sentí algo de pena pues el lago Atitlán es el lugar donde más a gusto nos hemos sentido, tanto por los paisajes como por el alojamiento. Por si fuera poco, el clima aquí es ideal: todo el año con temperaturas entre los 10 y los 28 grados.
Si en noviembre no hemos vuelto de nuestro viaje, sabréis donde podréis encontrarnos...